El bichejo

 




El cuchillo sigue mirándome. Y se ríe. Odio que se rían de mí.
    Siempre lo hace cuando entro al lavabo. Ya ni recuerdo cuánto tiempo lleva ahí, apoyado en la la pileta. Esperando.
    Esperando.
    Es un simple cuchillo de cocina, punta oxidada, siete centímetros de largo y mando de madera vieja. Lo dejé ahí el fatídico día que el mundo perdió el reflejo.
    El reflejo.
    Era una mañana cualquiera de un día cualquiera de un mes cualquiera. Estaba frente del espejo acicalándome cuando un remoto estruendo sacó mis pensamientos a bailar. Parecía como si algo hubiera impactado contra la tierra produciendo un tremendo golpetazo acompañado de desconcierto, miedo y polvo.
    Mucho polvo.
   Evidentemente, es solo una metáfora para tratar de explicar qué sentí en ese momento. No cayó nada. Sin embargo, cuando todo ese polvo metafórico desapareció, el espejo sufrió lo que se conoció como el opacamiento.
    Fui a por el cuchillo y traté de raspar el espejo para quitar lo que se hubiera quedado pegado. Pero la superficie continuaba lisa, sin desperfecto y sin reflejar nada.
    Llamé a mi mujer para contárselo, o para cercioarme de que no estaba loco. Ella se quedó de piedra. No era para menos. Aunque lo más tenebroso fue cuando comprobamos que el resto de los espejos que teníamos por casa estaban igual.
    Hizo un par de llamadas y le contaron que algo había pasado con los espejos, que era una cosa global, incluso había salido en los noticiarios.
    Esto es serio, pensé.
    Sin embargo, al poco se le quitó hierro al asunto. Al menos, esa premisa era la que se vendía desde los círculos sociales más influyentes.
    —La gente no quiere espejos —decía un tipo en una mesa redonda junto con otros expertos que solían ir a debatir en ese programa televisivo—, la gente tiene a su alter ego digital. Ese es su espejo.
    —¿Quiere decir que esto es un resultado previsto? —preguntaba el moderador.
    —No, quiero decir que esto no importa a la gente.
    La verdad, tenía razón. Al poco, a nadie le obsesionaba el incidente. La vida continuó casi igual salvo por una pequeña cuestión: los bichejos.
    Y es que un sector de la población cambió. Se desmejoró. Como si al no tener espejo no pudiera acicalarse. La primera vez que vi a uno asomó de manera fugaz por la calle. Parecía un homúnculo deforme. Daba grima. Tez blanquecina, caminar trastabilloso mientras emitía un ronroneo lejano. Él me miró y salió corriendo hacia un oscuro callejón.
    Y cada día me encontraba a uno. Siempre de manera fugaz, temían ser vistos. Un día le pregunté a mi mujer por ellos.
    —¿Bichejos? —rio—. ¿Qué tonterías dices ahora?
    No insistí. ¿Para qué? Además, parecían inofensivos. Pero entonces, una mañana la vi hablando con uno. Eso me enfureció.
    —¿Conque no sabías nada de ellos? —le dije en casa.
    —¿Qué dices?
    —¿Que qué digo? Dime tú con quién te juntas.
    Suspiró profundamente. Varias veces, de hecho.
    —No, por favor, otra vez no.
    Vale, siempre hemos tenido problemas de celos, pero es que en ese caso era distinto. Aun así, quise restarle importancia; ese bichejo era repulsivo, ella nunca me engañaría con eso. Y ese pensamiento fue tranquilizador, durante un tiempo. Porque cada tarde la veía con uno, y si le preguntaba, me decía que no empezara. Y eso avivó mi obsesión con ellos.
    Un día seguí a uno. Era tarde. Bajó por la calle que da a las escaleras que descienden al río. Cuando llegó al claro que bordea el nacimiento, vi que se reunía con varios de ellos. Me detuve alertado. Nunca los había en grupo. Algo ocurría. Algo nada bueno.
    —Es mejor que te ocultes —oí a mi espalda.
    Me giré con el corazón a mil. Me encontré a un hombre mayor, pelo blanco y cara amistosa.
    —¿Qué?
    —Que es mejor que no nos vean, no cuando están juntos.
    —¿Por qué?
    Él rio.
    —Créeme.
    Yo asentí, algo repuesto del sobresalto y le señalé.
    —¿Qué son? ¿Extraterrestres? ¿Demonios? ¿Mutaciones salidas de laboratorio?
    Volvió a reír.
    —No, es mucho más simple, y terrorífico: son nuestros reflejos, nacieron el día del opacamiento.
    —¿Cómo?
    —Soy físico. Ese día estaba haciendo un experimento con espejos. Lo tengo todo grabado. Salieron justo en el momento del estruendo, pero lo hicieron demasiado rápido para el ojo humano.
    Eso tenía aún menos sentido, pero ¿qué lo tiene hoy día?
    —¿Qué pretenden?
    Suspiró.
    —Nada bueno, creo. Llevo tiempo estudiándolos. Parecen inofensivos, pero no lo son. Sobre todo cuando están juntos. Puede que quieran acabar con nosotros, no sé, lo único que tengo claro es…
    No pudo seguir. Un enorme grito, proveniente del claro, inundó todo. Nos habían visto.
    —¡Mierda! ¡Corre! —gritó el viejo.
    Y eso hice. Correr. ¿Hacia dónde? No sabía. Solo correr. La adrenalina es vigorosa, sobre todo cuando el miedo arrecia, y correr es el primer impulso. El segundo es buscar cobijo. Mas si gritos ensordecedores te acompañan. Gritos desalmados, agudos y desconcertantes. Eso ayuda a segregar más adrenalina. Y a correr. De pronto, aparecen calles pobladas de gente que te mira sin saber por qué corres, gritos que asoman desde ventanas, puede que el miedo se haya esparcido, que yo vaya sembrándolo mientras corro, o puede que en cada casa ya haya un par de bichejos. En esos momentos, no se sabe, solo se busca cobijo, uno que viene en forma de hogar, el mío, al que llego jadeando. Por detrás, la calle se va poblando de bichejos. Me van a pillar. Entro, pero no puedo cerrar. Están casi encima. Subo, me meto en el lavabo y cierro. Afortunadamente aún sigue el cuchillo. Este se ríe de mí, y con razón. Mientras, oigo golpes. Golpes que se aproximan, que se ceban con la puerta del lavabo. Me han pillado.
    Pero de pronto:
    —¿Qué haces? —oigo desde afuera. Es mi mujer—. ¡Abre!
    Los golpes cesan. No así la tensión. Abro. Efectivamente ella aguarda solitaria. Yo le doy un tirón y la meto adentro. Luego cierro, aunque no haya visto a nadie más.
    —Ah —grita—, ¿qué...? —entonces repara en el cuchillo—, ¿qué haces con un cuchillo?
    Señalo la puerta.
    —Por los bichejos.
    —¿Qué bichejos?
    Y exploto:
    —¡Esos que nos rodean!, ¡que salieron de los espejos!, ¡esos con los que tú te relacionas, con los que te veo hablando cada dí…! —Entonces lo entiendo—, ¡claro!, ¡tú estás con ellos!
    —¿Qué? —grita.
    ¿Se está riendo de mí? Odio que se rían de mí. Aferro el cuchillo.
    —Te he visto con ellos, y luego dices no quieres hablar del tema. ¿Estás en el ajo?
    —¿Qué ajo? ¿Tú te escuchas?
    Trata de zafarse, pero la agarro y la tiro al suelo.
    —No te rías de mí.
    Ella empieza a llorar.
    —¿Qué dices? Estás loco, enajenado. ¡Mírate!
    Entonces señala el espejo. Está a mi lateral. En él hay algo reflejado, ¿algo reflejado? Sí, hay un tipo andrajoso, denteroso y deshecho. Es un bichejo. O el reflejo de uno de ellos. Tiene un cuchillo en la mano apuntando hacia la porción de mi mujer que sale reflejada del espejo.
    El bichejo me mira y ríe.
    Yo suspiro y no rio.
    Alguien grita de fondo.
    Y el cuchillo sigue mirándome. Y se ríe. Odio que se rían de mí.

La Entrada






Hola a todos. Como bien sabréis, mi nombre es Pepe, Pepe de la Torre, o, de una forma más formal, José Espí Alcaraz. El motivo de que hoy me presente de este modo obedece a que hoy, valga la redundancia, es un día especial.

Especial. 

Una palabra que depende de qué vocablos se le asocien puede encarnar una naturaleza u otra. ¿Qué esencia tiene entonces ese calificativo de "especial" hoy?

Bien, antes de abordar el tema, creo que tengo que hablar de este blog. Empecé en 2019 por una serie de coincidencias que de momento no vienen al caso. Durante mi aventura bloguera he tenido el placer de conocer a mucha gente, alguna de la cual he tenido un contacto casi continuo. Está David Rubio, Balas y Estrellas, Josep Mª Panadés, Retales de una vida, Chema (Macondo), Bitácora de Macondo, y una gran cantidad de compañeros que he ido conociendo en el El Tintero de oro. Y entre todos estos ha sido cuando he descubierto el blog de Tarkion y su bonita propuesta.

Como bien sabréis los que soléis visitarme, en este blog me limito a compartir relatos. Aunque en un inicio me planteé compaginarlo con otras actividades, como reseñas, cine o música. Sin embargo, al poco me di cuenta que lo que este espacio demandaba eran historias.

Abarco multitud de temas. Ciencia ficción, Noir, fantasía, narrativa…, pero hay uno que sobresale del resto: surrealismo.

En este tipo de historias siempre suelo usar un narrador en presente y en primera persona con una particularidad única: un personaje sin nombre. El narrador en cuestión se convierte en mi alter ego donde descarrío todas mis voces internas. Además, la pauta de no usar nombre dota al protagonista de un poder inmenso sobre el lector, ya que este no puede nombrarlo, y su visualización queda al amparo de lo que el narrador diga, piense o haga, pero con el aliciente misterioso de no saber nada más de él.

Sin embargo, unos años después de embarcarme en esta aventura bloguera, ocurrió algo, mientras escribía el relato titulado “La invasión”, que todavía no logro entender: mi alter ego eligió un nombre, y este no es otro que Ramiro Ramírez.

De verdad os digo que esto ocurrió sin que quisiera o me diera cuenta. Como si fuera algo propio de mi subconsciente.

Nada de eso, Pepe —dice de pronto Ramiro, por lo visto está leyendo la entrada y eso no es bueno para lo que pretendo.

¿Por qué?

¿Por qué? Solo tienes que verte en tus relatos.

¿Que qué? Mira… me voy…, ¡te falta un tornillo!

Eso vete.

Bueno, perdonad esta pequeña trifulca. Nunca nos acabamos de llevar bien. Y no solo por lo que me hizo hace un año, motivo de este alegato, sino porque, al poco de aparecer, se adueñó de todos los relatos que al parecer yo escribía. “Trampantojo”, “La paradoja de los macarrones inertes” o “Autoretratos y sonrisas”, y muchos más. Y lo más fuerte es que yo no quería usar a Ramiro, y si lo hacía era sin tomar consciencia de ello. O eso pensé, al principio, ya que las cosas se tornaron un poco extremas.

Al paso de los meses, Ramiro se convirtió en el protagonista absoluto del blog. Los relatos se volvieron extraños, como si tuvieran un mensaje oculto. Fue entonces cuando fui consciente de que no era yo el que escribía esas entradas.

No obstante, tampoco le daba mucha importancia. Solo era un blog. O eso pensaba hasta el día que, en uno de mis relatos, recibí un comentario anónimo con un enlace web adjuntado que decía: 

“No te atrevas a entrar”


Era de Ramiro, no me preguntéis por qué, pero lo sé. Y tampoco me preguntéis por qué, pero lo hice. Sí, a toro pasado es fácil ver las cosas, pero en ese momento, ¿qué podía pasar? Solo era un enlace, una frase con un código que me redireccionara a otra, ¿qué tenía eso de malo?

Todo. 

Ese enlace me llevó a una entrada de título “La Entrada” donde Ramiro exponía una serie de sandeces sin sentido. Estaba enajenado. Lo peor de todo es que, cuando terminé de leerla, algo había cambiado: me quedé atrapado, incrustado en esa página, como si hubiera entrado en un mundo prohibido que no debiera.

Hoy es el aniversario de ese fatídico día. Un día especial, pero de forma intempestiva.

No sé qué tipo de brujería utilizó Ramiro, pero se adueñó por completo de mi vida y yo quedé transformado en una especie de fantasma de la vida bloguera. Estoy atrapado. No hay remedio, creedme. Lo he intentado todo. Emails, comentarios en blogs, incluso tratar de contactar con aquellas personas con las que tenía relación en este mundo. Pero ¿quién va a creer esta majadería?

Al poco, me rendí y me quedé vagando por este mundo. Por contrapartida, Ramiro siguió haciendo de las suyas. Los relatos de este blog aumentaban y con ello su reputación iba in crescendo. Incluso me utilizaba a mí de protagonista ("Zumbido"). Para postres, el cabronazo ha ido pasando de blog en blog, dejando impresiones y sembrando desdichas. Eso sí que no me gustó. Día a día lo veía hacer de las suyas mientras yo solo podía seguir su huella digital. Era frustrante.

Hasta hoy.

Sí. Hoy, justo en las primera horas del alba, su huella me ha llevado a un blog a muchos terabytes de distancia. Su nombre es tan simple como revelador: El Blog de Ramiro Ramírez. En él no paran de sucederse entradas, pero no en su nombre. Es como si ese blog ya no fuera de Ramiro, como si también le hubieran arrebatado su alter ego.

Llevo todo el día leyéndolo. Tiene entradas que son sublimes, aunque la mayoría son sosas y sin imaginación. No obstante, lo que más me ha enganchado es el comentario que deja Ramiro en cada una plagado de improperios. Estos sí que son imaginativos. Me lo he pasado en grande viéndole sufrir. Estaba siendo el mejor día de mi nueva vida hasta que he llegado a una entrada, que sí parecía escrita por Ramiro, en cuya caja de comentarios había uno muy familiar que decía: “No te atrevas a entrar” seguido de un enlace. Y, al pinchar en el susodicho enlace, he accedido a una entrada, titulada "La entrada", donde un texto lleno de majaderías dice algo parecido a ese que me dejó varado en este submundo.

En ese momento he podido sentir incluso el acelerado bombeo de mi corazón. Y es que, ¿es el tal Ramiro otro fantasma como yo que sufrió el mismo desdoble? ¿Es ese comentario una especie de ritual con el cual un alter ego fantasma puede salir de esta maldición para pasársela a otro? ¿Es eso lo que tengo que hacer para salir de esta pesadilla?

Por lo que he averiguado, para poder realizar el ritual se necesita elaborar una entrada y compartirla en algún blog justo al año de la desgracia…

Pero ¿será verdad? ¿Estoy majareta? ¿Seré capaz de aprovechar la iniciativa de Miguel Tarkion y dejar en su blog IAdicto Digital la frase anónima con el enlace de una entrada llena de majaderías titulada “La Entrada”?

No... Yo no soy así... 

¿O sí...?


O vas a perder el juicio






—Blanco por fuera, verde por dentro, si quieres que te lo diga, es pera —eso lo dice mi Abogado, camisa ceñida y bigote mal peinado.

    —Lo has dicho mal —le contesto—, es blanco por dentro, verde por fuera, si quieres que te lo diga, espera.

    —Es lo mismo —contesta él de malos modos, no entiendo por qué se enfada, aunque mucho menos qué estamos haciendo.

    Entonces, una puerta lateral se abre de forma abrupta. De ella comienzan a salir varios personajes, cada cual más variopinto, que van sentándose en un banco lateral.

    —Mira, el jurado —dice mi abogado, señalando a dos de ellos, en concreto a un niño junto a un hombre adulto que se sientan en el lateral—. Este banco está ocupado por un padre y un niño, al padre le llaman Juan y al niño ya te lo he dicho.

    Luego cierra la boca y me mira con su bigote condescendiente.

    —¿Y? —pregunto.

    —Pues verás, si queremos salir victoriosos de esta es a ellos a quien tienes que...

    No termina la frase, ya que un sonido lejano corta el ambiente. Es nítido, agudo, como un tañido salido de una mujer con un solo diente que con su balanceo va llamando a la gente.

    —¿Qué es eso? —pregunto.

    Él se levanta sin dejar de mirar al frente.

    —Ya comienza.

    —¿Comienza? ¿El qué?

    No contesta, y sigue mirando al frente sin pestañear. Con su mano hace amagos para que me levante. obedezco y, al momento, la pared del fondo se cuartea y contrae hacia un lateral como si fuera un telón, dejando ver a un juez encima de un arado.

    —¿Cómo se llama la pieza musical? —me dice mi abogado mirando al juez.

    —¿Qué dices ahora? Además, aún no me has explicado de qué se me acusa.

    —¡Se levanta la sesión! —brama un tío en un lateral. Está tan delgado que parece uno de esos perros con fiebre pero sin pan.

    El juez del fondo se acerca y sube al atrio.

    —Oro parece —dice mirándome.

    —Plata no es —contesta el fiscal, pero este mira al jurado, el cual asiente y sonríe. Todos me miran. No me gusta.

    —¿Qué ocurre? —le pregunto a mi abogado, también sonríe, o se ríe de mí, según se mire.

    —Nada, es un juego de esos dos —dice señalando al juez y al fiscal.

    —¿Juego?

    —Sí —murmura mi abogado—, es decir, uno siempre te dirá la verdad y el otro siempre mentirá.

    —¿Pero eso qué sentido tiene? —digo, casi grito.

    Sin embargo, mi abogado sigue riendo, pero ahora no me mira, sino que permanece con la vista al frente.

    —Por eso es un juego, tú no te comas mucho el tarro, o perderás el juicio.

    —¿Que qué?

    Él se lleva el dedo al labio para que calle. Es turno del fiscal.

    —Llamo a mi primer testigo —grita hacia el fondo.

    De allí se abre una puerta y aparece un bichito «quevacaminado», y que no me sabe el nombre aunque acabe de decirlo.

    —Es una vaca —murmura mi abogado, continúa condescendiente. No me gusta.

    La vaca sube al estrado y se sienta. El larguirucho del fiscal se le acerca:

    —¿Con quién vio al acusado?

    La vaca se aclara la garganta y me mira, luego se lleva una pezuña a la sien y entre cierra los ojos:

    —Creo que fue con Ali… —dice, porque la vaca habla, aunque nadie se sorprende—. Si, no hay duda, estaba con Ali y su perro Can tomando té.

    —¿En Alicante? —pregunta el fiscal.

    —Exacto —contesta ella.

    Mi abogado me pilla de la manga, parece molesto.

    —¿Qué cojones hacías en Alicante?

    —Esto… —digo—, no me acuerdo, además, esa vaca habla, ¡Habla!

    —¡Que no te comas el tarro!

    —¡Orden! —grita el juez.

    La sala se inunda de algo que lo invade todo y que solo puede romperse al pronunciar su nombre. Pero nadie parece atreverse a hacerlo. El fiscal se sienta, la vaca mastica algo, el jurado se mira entre sí, incluso algunos me señalan. Ahora no ríen. Nadie ríe. El juez suspira silenciosamente. Y yo estoy en medio sin saber muy bien por qué. De hecho, ni siquiera se me ha dicho de qué se me acusa.

    —De nada —dice entonces mi abogado, y de paso, rompiendo ese silencio.

    —¿Cómo? ¿Y por qué se me juzga?

    Mi abogado niega y cierra los ojos.

    —¿Aún te lo preguntas? Esto no es un juicio, amigo mío, sino un acertijo.

    —¿Un acertijo?

    —Eso es, y si no lo resuelves voy a tener que condenarte —eso lo suelta el juez, aproximándose. De hecho, todos están casi a mi vera.

    A su lado, el fiscal niega. ¿Niega el qué?

    —Pero ¿un acertijo?

    Mi abogado ríe, parece el menos cuerdo de todos. Luego suspira y dice:

    —A ver, esta adivinanza tiene titulo, al principio, y con eso ya te he dicho la respuesta.

    —¿Qué es? —complementa el juez, mazo en alto.

    —¿Qué es? —digo, nervioso. No tengo ni idea—. No sé... ¡Dadme una pista...!

    —¿Pista? Te la he dicho: relájate y no te comas el tarro, o… —Eso lo dice mi abogado, riendo abiertamente y señalando hacia arriba.

    Pero no hacia el techo, sino más lejos. Su índice atraviesa la estancia, incluso las frases, letras e imagen del banner del Tintero que nos preceden, hasta llegar al inicio.

    —¡No! ¿En serio? —le digo.

    El juez asiente, el fiscal niega, la vaca rumia y mi abogado continúa descojonándose.

Zumbido, corolario y desenlace

 




Un zumbido. Eso es lo que queda en la mente del Capitán Ganzúa. Un zumbido tenue, agudo y lleno de negrura, como una broca indecente agujereando su sesera e instalándose en el centro de su entendimiento. Y todo sigue negro, ¿qué ocurre?
    Abre los ojos. Está en la cama de su camarote. Tiene la frente sudada de un líquido viscoso y salado.
    —¡Por el puñetero Poseidón, menudo sueño! —dice mientras trata de quitarse el sudor de la frente con la mano derecha, aunque lo que hace es arañarse con el Gancho Gris.
    —¡Demonios! —grita de nuevo mientras vira su atención al Garfio. Y es que, ¿por qué la derecha? Siempre ha tenido ese gancho maltrecho en su mano izquierda, ¿qué hace en la derecha? No lo entiende, y eso solo puede ser debido a:

  1. El ron lo está volviendo tarumba.
  2. Esta travesía lo está volviendo tarumba.
  3. Sigue soñando.

Niega. El dolor en la frente le dice que está despierto. Y tampoco cree que el ron sea el causante. Es la locura de viaje que emprendió hace meses, la búsqueda del tesoro oculto en otro mundo. El tarado al que le birló el mapa ya se lo advirtió:
    —Amigo, este tesoro no te conviene.
    —Lo que no te conviene a ti es ser mi amigo —le contestó él, antes de ensartarle con su sable.
    Pero qué razón tenía.
    El zumbido sigue. Viene de afuera. Se levanta y sale a la cubierta. Un hedor a pis, salitre y heces le retuerce el entendimiento. Esta travesía ha sido un error. Pero ¿qué hacer ante la perspectiva de encontrar un tesoro tan cuantioso y de otro mundo? Aunque el precio está siendo alto. Está desorientado, ya no sabe ni dónde lleva las amputaciones. Y el zumbido. Ese puñetero ronroneo no ceja en ningún momento. ¿De dónde viene?
    En un lateral ve a varios de sus secuaces. Parecen absortos en una conversación, Y eso es malo por:

  • a) Son unos holgazanes.
  • b) Pueden haber perdido también la chaveta.
  • c) Seguramente, estarán organizando un motín

Pepe Caraparche, el que lleva la voz cantante en esa conversación, advierte su presencia y hace al resto callar. Algo traman, sin embargo:
    —¡Tierra a la vista! —se oye desde lo alto de la mesana.
    Todos los presentes viran hacia proa. Algunos, capitán incluido, corren hacia allí. Efectivamente, hay algo. Aunque, ¿qué es?:

  • ¿La costa?
  • ¿Un islote?
  • ¿Otro gran barco?

No.
    Más bien parece una gran ola.
    De pronto, repara otra vez en el zumbido. Ahora ligeramente más fuerte. Viene de delante, de aquel montículo. Aunque lo más raro es lo que remarca el fondo: nada. Una nada oscura que se mezcla con el cielo.
    De imprevisto, el ritmo del barco comienza a aumentar. No solo el capitán se percata de ello, sino el resto que comienza mirar por la borda.
    —Señor Mosca —le grita al timonel—, ¿por qué acelera?
    —Es el zumbido —dice un tipo a su lado, curiosamente es Pepe Caraparche.
    —¿El zumbido?
    —Este hace que aumente la corriente.
    —¿Qué corriente?
    —¿Aún no se ha dado cuenta? La que nos arrastra al borde.
    —¿Qué?
    El capitán vuelve su atención al frente. El montículo se aproxima a grandes pasos. Y no es tierra, sino una pequeña ola de mar que remarca el fin del mismo. De fondo, una negrura sin estrellas augura la caída. Están en el borde. Han llegado al borde. Repito: al borde.
    El Capitán grita ordenando un cambio de rumbo. Sin embargo, la tripulación se le queda mirando, algunos con cara de asombro, otros negando con resignación, otros suspirando y levantando la vista. Al parecer todo está perdido. De fondo, ese zumbido, ahora muy fuerte y proveniente de la enorme cantidad de agua que cae por el borde, engulle todo sonido en una sensación irreal mientras la negrura los hace presa. Todo es negro. Negro con solo ese bordón de fondo.
    El zumbido.
   El cual, ahora no parece tan fuerte, más bien es tenue, agudo y lleno de negrura. Una sensación algo familiar.
    Un segundo, ¡¿cómo que familiar?!
    Abre los ojos, de nuevo, y, de nuevo, está en su camarote. El zumbido sigue, pero no parece amenazador. ¿Todo ha sido un puñetero sueño? No. Lo que pasa es que ha perdiendo la cabeza. Un sudor frío recorre su frente. Con la mano izquierda se frota la frente, o solo lo intenta, porque lo que hace es arañarse con ese garfio que no hace mucho estaba en su mano derecha, y esto no tiene sentido, pero la voz que oye desde afuera aún tiene menos:
    —¡Tierra a la vista!
    Mierda.
    Sale corriendo. Al fondo se ve de nuevo el montículo, el barco ya va acelerado y el zumbido aumenta con un surreal silogismo:

  • Premisa: No está loco.
  • Postulado: Ahora entiende eso del tesoro de otro mundo.
  • Corolario: En realidad está entre el vaivén de dos mundos.

—¿Por fin lo entiende? —oye de pronto a su lado. Es Pepe Caraparche.
    Sí, parece que lo entiende, y, viendo su expresión, también parece que ha sido el último en hacerlo, aunque lo peor no es eso, sino, ¿qué hacer ahora?
    —Ahora yo le diré qué vamos a hacer —gruñe Pepe Caraparche, cara larga y agarrándole las pelotas:

  • Introducción: va a sacarnos de esta.
  • Nudo: previamente habremos pillado el tesoro.
  • Desenlace: por el bien de sus partes nobles, espero que este valga la pena.




La partidita de las tardes

 




—La última —dice el Chato.
    Menudo ingenuo, aquí nadie se va a levantar. Esto está por encima de él, del bar y de la propia razón: es la partidita de las tardes.
    Vamos tres a tres con mano de vuelta. Esto se acaba. La tensión se palpa como si fuera la final del mundial de fútbol. Aunque aquí no hay campeonatos, ni apuestas, ni orgullo; esto es mucho peor: es la partidita de las tardes.
    —«Qui la fa la fa» —dice Genaro mientras baraja. Lo ha dicho en su lengua materna, como si eso lo hiciera mejor jugador, con recochineo. No. Con recochineo no. Esto es mucho peor: es la partidita de las tardes.
    Luego marca con el as de oros. Maldición. Levanto la vista. Pepito, mi compañero, está muy serio. Luego suspira y lanza un dos de bastos.
    Joder.
    Leandro responde golpeando la mesa con el puño mientras suelta la carta: el cuatro de bastos. Ese golpe es un código para su compañero. Mierda, la partidita se nos escapa.
    Pero entonces:
    —¡Leandro! —grita Genaro, levantándose y tirando sus cartas—. ¿Qué mierda tiras?
    La tensión entre los cuatro se desmadra. Nos levantamos y arrojamos cartas e improperios. Incluso tiene que venir el Chato a calmarnos.
    —Venga, mañana acabáis; además, voy a cerrar.
    Nosotros callamos, asentimos, de mala gana, y salimos afuera donde nos damos las espaldas y enfilamos hacia casa.
    Hoy no hay ganadores, ni perdedores, pero no importa; esto es mucho peor: es la partidita de las tardes.




Aquella mañana

 


AQUELLA MAÑANA








Aquella mañana desperté feliz. Rayos de luz me asaltaron con el augurio de un nuevo y gran día. El desayuno tenía un sabor placentero y relajante. Sosiego interrumpido en la escalera por los vecinos del segundo, ese matrimonio que se pasaba el día discutiendo. Aunque aquella mañana los gemidos no eran parte de ninguna reyerta, sino de una situación sonrojante.

Aquella mañana, la calle me recibió alegre. El sol irradiaba esperanza, los pájaros revoloteaban en juguetonas parejas, la gente charlaba con joviales sonrisas mitigadas con el ardiente sello de un beso. 


Aquella mañana tropecé con él

Alto, amplia frente y una sonrisa que parecía vivir siempre puesta. Nos dimos de cara. Su expresión denotaba una disculpa, aunque escondida tímidamente. No dijimos nada. Solo nos mirábamos. Era raro. Muy raro. Incluso, a nuestro alrededor, el tiempo se detuvo, literalmente: tráfico quieto, gente tiesa, como congelada, varios pájaros asomando suspendidos en el aire... Y mientras, nosotros seguíamos ausentes. 

—¿Nos conocemos? —dijo—. Creo que sí, pero lo siento como parte de una mañana muy lejana.

—Sí —contesté—, fue aquella mañana.

—¿Aquella qué?

De pronto un chasquido y el mundo que nos aguardaba volvió a la normalidad. Él pestañeó como saliendo de un largo letargo, y mirando hacia todos lados, suspiró y dijo:

—¿No es extraño?

Yo me aproximé:

—Mucho.

Eso le hizo gracia.

—Vale, ¿y ahora qué hacemos?

Yo le cogí las manos, eran suaves, y dije:

—Podemos dejar pasar el momento, o podemos ir a almorzar y experimentar qué nos deparó aquella mañana.

Llámale X





Vivo en un piso pequeñito, llámale x, de unos doscientos ochenta caracteres. Soy pobre y no puedo pagarme la ampliación. Aun así, no estoy mal, aunque antes vivía mejor. No me refiero a cuando estaba con mis padres, con esos mensajes simples, sus zumbidos y los primeros emoticonos, sino al del veinte, o “twenty”.

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Sin embargo, ese bloque de edificios se vino abajo y tuve que mudarme a la nueva sensación emergente de momento: la de la cara de libro. Eso sí que era una pasada. Convivía con muchos vecinos, y la novedad de la edificación daba algo que casi se ha perdido: el respeto mutuo.

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Pero me echaron.

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No sé por qué.

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El administrador de la finca me dijo que era algo relacionado con mi obsceno comportamiento. ¡Si yo no hice nada! Pero daba igual. Ya estaba afuera, y fichado para no poder volver de ningún modo. Un auténtico asco.

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Además, me han dicho que se ha asociado con el bloque de las fotos, y que este tiene un submundo alternativo, lleno de trapos, que es muy parecido al que resido, pero mejor.

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Siempre es mejor.

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Por lo menos no vivo en ese de los vídeos, creo que tanta actividad me saturaría. Así que no me puedo quejar, aunque haya tenido que tirar del hilo para contaros todo esto, cosa que no sé por qué he hecho; mis vecinos no me suelen hacer mucho caso.

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En fin, seguidme si queréis saber más. Se agradecen “likes” y lo otro.



La verdad es que no soy muy de perderme por las redes sociales. Puede que al vivir en un pueblo pequeño, el internet que llegaba era muy costoso y lento. Ya en la universidad me adentré en ese mundo de lleno, sobre todo en la red social que había en aquel entonces: el Messenger. Pero cuando volvía a casa me quedaba en esa inopia internauta. Y es que en aquella época me pareció algo increíble; poder hablar con cualquiera estuviera donde estuviera y sin pagar costos extra. Y por eso creo que esto de las redes sociales tiene un potencial impresionante, pero para ello hay que dedicarle muchas horas, y eso conlleva la parte negativa del asunto: la dependencia. Sin embargo, tales aspectos proporcionan a este tema que ha planteado Merche un inmenso valor y una manera de salir del bloqueo y de jugar con la imaginación casi sin límites. De hecho, ya había experimentado con él en el pasado (La red fantasma), aunque el texto es un poco largo para el reto que plantea El Tintero de oro, pero ahí lo dejo por si alguien quiere leerlo. Es un poco más oscuro que este.


¡Un fuerte abrazo a todos y gracias por pasar!



La tienda de sombreros






¿Dónde estoy? 
    Está todo… negro, muy negro, pero no en un sentido figurado, sino en el de que no consigo ver nada. Qué sensación más rara, ¿y por qué no consigo moverme? Tengo la impresión de ser solo pensamiento, como si no tuviera nada más que consciencia y solo consciencia. ¿Estoy muerto? ¿Es así como nos sentimos una vez nos vamos al otro barrio? ¿Consciencia y nada? ¿Una eternidad de remordimientos, pensamientos y la sensación de unos dedecillos juguetear con el aire…? 
    Un segundo, ¿la sensación de unos dedecillos moviéndose en el aire? ¡Puedo mover mi mano! O por lo menos soy consciente de ella, como si fuera una parte de mi existencia alojada fuera de mismo. ¿Y eso qué significa? Ni idea. Solo sé que soy consciencia y una mano que juega sola. ¿O la muevo yo sin querer? Ahora va hacia arriba, ahora hacia abajo y ahora se detiene a tocar algo de como de tela. ¿Cómo que algo de tela? ¿Y dónde estoy tocando? Por la situación parece que está donde debiera estar mi cara, pero al parecer no tengo cara, sino algo suave, como terciopelo. Eso es absurdo. No es que mi cara sea de tela, ¡es que tengo algo encima! ¿Y por qué no tiro de ello y me descubro al…? ¡Oh! Cuánta luz. ¿Qué hacen ahí arriba esos terribles focos? ¿Y qué es esto que tenía en los ojos? Es un… ¿Sombrero? ¿Qué narices hago yo tirado en el suelo con un sombrero en la cara? 
    ¿Y por qué no me acuerdo de nada? 
    Todo parece indicar que en algún momento de mi pasado he sentido la necesidad de acostarme en el sitio donde me encontrara y echarme una siestecita. ¡Vaya! Pues problema resuelto. Estoy en el suelo de… 
    ¿Dónde? 
    Será mejor que me levante. Si puedo. Me siento cansado, muy cansado. O más bien, siento mis articulaciones ausentes. Quizá estén también durmiendo y necesiten un empujoncito como he hecho con la mano. A ver, brazos, empujar al cuerpo… ¡Qué ridículo! Pero funciona. Vale, ya estoy de rodillas. Ahora, piernas, venga, ¡arriba! Eso es. Por fin estoy de pie. Y ahora… Ahora a ver cómo salgo de esta, porque, ¿dónde estoy? 
    Nunca había visto nada parecido. Cuántos sombreros. Esto debe ser una tienda de sombreros, pero nunca he estado ni conocido de ninguna; no sé quién podrá poseer hoy en día un establecimiento de estas características, pero se tiene que poseer una visión capaz de ver más allá de cualquier horizonte para pensar y pretender progresar vendiendo esta clase de complemento de vestir tan pasado de moda. Además, ¿por qué sombreros? Esto debe significar algo… La primavera ya comienza a menguar, pero la aparición tan repentina de esta prenda en concreto… Parece como si el invierno quisiera perdurar, como si el establecimiento en sí quisiera decirme algo, pero ¿qué? Ni idea. Ni siquiera recuerdo haber entrado aquí.
    Lo único que tengo en claro que estoy muy cansado. Piernas engarrotadas y los pies me pesan casi más de lo que puedo soportar. Puede que por eso habré caído rendido al suelo. Se ve que un cansancio ha hecho presa de mí de tal modo que continúo empapado de él. Y eso me lleva a pensar que mejor primero debería recordar cómo he llegado aquí, seguro que así se me viene el modo de salir de este antro y eso será mejor que divagar con la esperanza de que mis fuerzas aguanten más que la suerte de no encontrar una salida. 
    Pues nada. No me viene nada. Parece que a mi mente aún le falte tiempo para encontrarse. Es normal. La cabeza es lo último que despierta, aunque este letargo es bastante inusual… Dicen que contra el bloqueo lo mejor es pensar. Llenar la cabeza con cualquier cosa. De qué la lleno. A ver, veo un largo pasillo, lleno de estanterías con sus sombreros en ambas paredes, esta luz fuerte que hace que todo brille y se vea todo tan distorsionado… Es un lugar demasiado irreal, pero debe de haber algo más. Algo que se me escapa. Algo como… ¿Qué tengo en la mano? Es un sombrero. ¿Cuándo lo he cogido? Un momento; tengo la sensación de que ya lo he visto antes… ¡Eso es! Este sombrero está empezando a evocar mis primeros recuerdos, aunque son algo difusos, oscuros, negros, como si no trataran de nada… ¡Claro! Este era el sombrero que tenía en la cara y no me dejaba ver. 
    Seré tonto. 
    Un ser tonto, inútil y tremendamente cansado. 
    ¿Y si me sentara? 
    Creo que sería una buena idea. 
    Descansar un poco para pensar. 
    Pero ¿podré? 
    ¿Me dejarán mis piernas engarrotadas? 
    Venga, hagamos como antes: piernas, ¡flexionar! 
    Eso es. 
    Ahora encogerse y descansar. 
    Así mejor. 
    Y ahora, a pensar. A recordar, aunque siga incómodo con la espalda encorvada… Lo mejor será que me acueste, aunque el suelo esté frío y duro; bueno, frío sípero quién me iba a decir lo cómodo que es. Además, creo que es lo que mi cuerpo y mente necesita. Si no fuera por esta espantosa e intensa luz. Parece ser que una tienda de sombreros debe de tener una luminaria considerable; un foco potente y desde una posición elevada resalta mucho más las clarividencias alopécicas que un sombrero pueda saldar u ocultar. ¿Y si me pusiera este sombrero tan bonito que no sé qué hace en mi mano delante de la cara? 
    Venga. No me queda otra. 
    Ya estamos de nuevo. Otra vez oscuridad total. ¿Podré pensar ahora en algo? No sé. Todavía siento el cansancio en unos párpados que me pesan como si tuvieran atadas dos pesadas losas. Así no voy a sacar nada en claro. Lo mejor será dejarme llevar, dormir y que el sueño repare mi consciencia. Sí. ¿Por qué no? Al parecer, eso es lo único claro que tengo: dormir. 
    Pues a dormir.
    Seguro que cuando despierte todo volverá a estar en orden. 
    Seguro que cuando despierte ya sabré por fin dónde estoy; 
    Seguro que entonces sabré llegar al otro lado de esta onírica experiencia, o por lo menos, recordar.           
    Por cierto, ¿cuántos días llevaré así? 






¿Dejà vu? ¿Eso me dijo?

 



¿DEJÀ VU?
¿ESO ME DIJO?




—¿Sabéis? —ríe el profe—, el tiempo es en realidad una ilusión, un delirio.
    Asiento algo sobresaltado, entonces noto un pinchazo en la nuca. Juanillo me ha tirado una bola de papel. El profe deja sus enseñanzas y comienza a reñirle. El reloj de pared marca las nueve y tres. Hace un siglo que ha comenzado la clase y solo han pasado tres minutos. Incluso parece que esa manecilla tenga ganas de ir hacia atrás.
    En casa no tenemos relojes. Mi padre dice que le producen una especie de rara ansiedad. Creo que se lo inventa; a nadie le puede hacer daño un reloj. A mí me encantan. El primer día de clase me quedé tan embobado que el profe me riñó. Fue cuando dijo eso de que el tiempo es un delirio.
    Oigo a juanillo, por detrás, rasgar papel para hacer nuevas bolas. Es desesperante. Vuelvo al reloj. Marca las nueve en punto. No pasa el tiemp… Un momento, ¿las nueve en punto? ¡Si hace una eternidad eran y tres…!
    —¡Pepito! ¿El reloj bien? —me riñe el profe, risueño—, ¿sabéis? —prosigue—, el tiempo es en realidad una ilusión, un delirio.
    Asiento algo sobresaltado, entonces noto un pinchazo en la nuca. Juanillo me ha tirado una bola de papel. El profe deja sus enseñanzas y comienza a reñirle. El reloj de pared marca… ¿las nueve y tres otra vez? ¿Tiene eso sentido? A ver si también padezco esa ansiedad de mi padre, ¿cómo me dijo que se decía?

Fantasía fantasma




Lo has visto, ¿verdad? Ha aparecido de forma intermitente, como si fuera un chispazo neuronal, un fotograma mal puesto en la película de tu vida. De hecho, continúa parpadeando, aunque cada vez va perdiendo pulso y ganando consistencia. Es un hombre. Un poco desgarbado, larga barba descuidada y chaqueta marrón desgastada. Parece delgado, o eso se entrevé de la camisa amarillenta que luce holgada. Ahora sí que es innegable que lo estás viendo, apoyado en el recodo de la esquina que no te atreves a doblar. ¿Cómo ha sido? Hace unos segundos no estaba ahí. Ha brotado como de la nada. Lleva unos pantalones marrones junto con unos zapatos negros a juego con el desgaste del resto de su atuendo. Parece un mendigo. No es de extrañar que a priori su imagen haya estado mimetizada con el decorado, otorgándole cierto camuflaje esquivo, o eso querrías pensar. Lo que sí es extraño ha sido su reacción: está nervioso. Y lo que es más raro es que ese nerviosismo ha nacido a raíz de tu atención. Sí, no quieras engañarte, ese ente es consciente de que lo has visto y eso parece inquietarle. Tú tampoco ayudas; cualquier persona se incomodaría si un desconocido se parara delante de él sin dejar de observarle. Aunque vistos desde fuera, él parece aún más loco que tú. De hecho, su nerviosismo da paso una sonrisa amarillenta y mellada. Hola, te dice, por fin nos conocemos. Su estampa da más miedo. ¿Nos conocemos?, preguntas, , responde, tenía ganas de encontrarme cara a cara contigo, y luego, para tu sorpresa, remata esa frase pronunciando tu nombre. Mueves la cabeza espasmódicamente. Eso tiene aún menos sentido. Este tío ha brotado como una aparición y dice que te conoce, incluso sabe tu nombre. Él ensancha la tétrica sonrisa, ahora más que miedo da dentera. Quieres irte. Esto no es para ti. Pero en lugar de eso le preguntas por qué quiere verte; sabes que este encontronazo va a reconcomerte el pensamiento durante todo el día. ¿Quién eres y cómo es que sabes mi nombre?, preguntas, ¿Quién soy?, responde, mejor pregúntame qué soy. Eso es absurdo, comentas, él vuelve a su macabra sonrisa, esa que cada vez aguantas menos. Incluso miras en todas direcciones. Quieres irte, lo deseas, y eso es lo que te propones, o intentas, pero él no te deja. Está bien, contesta, parece leerte la mente, soy un fantasma. ¿Un fantasma?, gritas, casi caes de espaldas. Sí, pero no un fantasma cualquiera, soy uno de esos fantasmas internos tuyos que tanto te traumatizan; pensaba que nunca íbamos a encontrarnos. Vuelves a remover con fuerza la cabeza. Esto no te lo esperabas. Yo no tengo fantasmas internos, dices, claro que los tienes, ríe, yo soy uno de ellos. ¿A, sí?, te enfadas, pues dime, ¿qué tipo de fantasma interno eres? Él saca una cajetilla de tabaco y se enchufa un pitillo, aunque no parece exhalar el resultado, como si la esencia del mismo se hubiera disipado en sus pulmones. Eso ya lo sabes, contesta, por eso me has visto: has materializado por fin tu trauma. ¿Qué trauma?, tu enfado va en aumento, no puedo decírtelo, contesta, ¿por qué?, preguntas, pues bien sencillo: porque ya lo sabes, si no mi presencia no tendría ninguna lógica. Cierras los ojos y respiras hondo. El hedor a tabaco entra por tus fosas activando una anhelante ansiedad. Vuelves a abrirlos y le miras. ¿Es eso?, señalas el pitillo, ¿un simple mono adictivo? Él ríe y niega, amigo, los fantasmas no somos adicciones. Luego vuelve a chupar el pitillo y vuelve a enervarte. Sus dientes brillan como una hoguera casi consumida. No sé, ¿eres un trauma a ir al dentista? Él niega. La verdad es que no es muy acertado. Agachas la cabeza y piensas. ¿Qué puede ser? Un mendigo, sarnoso, nauseabundo y vomitivo. Un personaje denteroso que te asalta en medio de la calle y se pone a fumar y hacerte preguntas incómodas. Entonces levantas la cabeza, ¡Eso es!, exclamas, ¡eres el miedo a lo desconocido! Él explota en una carcajada más ofensiva, ¿Miedo a lo desconocido?, dice, menudo cliché, ¿tan mala impresión te he dado? Suspiras fuerte. La verdad es que no estás muy acertado. Si quieres enfrentarte a tus fantasmas internos tienes que esforzarte un poquito más. La solución no va a brotar así como así. Has de sentirlo, identificarlo, entenderlo y combatirlo. Y no tirar hacia la respuesta fácil. Adicciones, miedo a lo desconocido, traumas con el dentista…, ¿en serio eso es lo mejor que se te ocurre? Menudo pedazo de inútil que estás hecho. No me extrañaría que este fantasma se desvaneciera ahora mismo dejándote en la inopia. Es más, no sé por qué no lo hace, además…
    —¡Pero te quieres callar! —gritas, a mí en concreto, y eso tiene aún más gracia—, ¿gracia? ¿Qué es eso tan gracioso?
    —La situación —te digo—: Antaño tú fuiste mi fantasma interior.
    Entonces me miras, algo sorprendido, como si acabaras de percatarte de mi presencia.
    —Espera un momento, ¿estás diciéndome que yo, que fui tu fantasma interior, al que no dejas de dar la chapa con ese narrador en segunda persona, también tiene fantasmas interiores?
    —Exacto.
    —Eso no tiene sentido.
    —Claro que lo tiene.
    —¿De veras? ¿Cuál?
    —No puedo decírtelo.
    —¿Por qué?
    —Porque ya lo sabes, además, si te lo dijera, la existencia de esta conversación perdería toda lógica…